Dominic Sandbrook, 20 de mayo de 2017
[Original en inglés aquí. ]
Hace un par de días, vi una grabación en la tele de la campaña electoral de la franca parlamentaria laborista Jess Philips, que buscaba la reelección en su circunscripción electoral de Birmingham.
Se le preguntó qué asuntos le comentaban más los votantes cuando hablaba con ellos puerta a puerta La sra. Philips no perdió un segundo: «El tema de la inmigración surge…», dijo meditabunda. Y después, como si se acordara de algo, en vez de eso, comenzó a hablar sobre la recogida de basuras.
Fue, pienso, un momento enormemente revelador. Pues no hay un tema tan potencialmente peligroso como la inmigración. Muchas personas tienen emociones intensas sobre él y muchos se sienten incapaces de plantearlo públicamente.
Incluso en privado, las personas tolerantes discuten el tema de la inmigración vacilantemente, si es que lo hacen.
Aún planea sobre el debate la sombra de Enoch Powell – el político conservador nacido en Birmingham que fue marginado completamente después de su polémico discurso en 1968 sobre «ríos de sangre» (una frase que, de hecho, nunca pronunció).
[El autor del artículo se refiere a un famoso discurso anti-inmigración que hizo Enoch Powell en 1968, que es bien conocido por sus lectores británicos]
Hace unos años, estaba en una comida en Londres, sentado al lado del ex-editor de un periódico nacional y el editor de una de las revistas británicas más conocidas. Ambos eran personas de mentalidad progresista y con un nivel alto de estudios. La conversación derivó al tema de la inmigración. «Ha ido demasiado lejos», dijo uno. «Tienes toda la razón», dijo el otro, «pero, por supuesto, no puedes decir eso».
El periodista Douglas Murray no tiene esos escrúpulos. Más conocido por sus ácidas columnas en la revista Spectator y su libro sobre la investigación del Domingo Sangriento (que ha ganado premios), ha lanzado una bomba sobre el debate de la inmigración e identidad en la Europa actual.
De hecho, las primeras líneas de su nuevo libro, «La extraña muerte de Europa», difícilmente podrían ser más incendiarias.
«Europa está suicidándose», escribe Murray. «O, al menos, sus líderes han decidido que se suicide…Como resultado, cuando las personas que viven hoy finalicen su vida, Europa no será Europa y los pueblos europeos habrán perdido el único lugar del mundo que podían llamar ‘hogar'».
La causa, piensa, es doble. En primer lugar, nuestros líderes políticos se han confabulado conscientemente para fomentar la «migración masiva de gentes a Europa», llenando «las ciudades frías y lluviosas del norte» con «personas vestidas para las laderas de Pakistán o para las tormentas de arena de Arabia».
En segundo lugar, cree que las élites intelectuales y culturales de Europa, incluyendo las británicas, han «perdido fe en sus creencias, tradiciones y legitimidad». Paralizadas con culpa, obsesionadas con hacer penitencia por los pecados del Imperio, han perdido de vista los valores históricos cristianos que su gente esperaba que defendieran. [Nota aclaratoria: Murray es un gay ateo, aunque se considera «cristiano cultural», es decir, considera que los valores cristianos deberían regir en Occidente]
Como consecuencia de su utopismo iluso, piensa Murray, Europa está dejando de ser Europa. De hecho, cree que la cultura europea como ha sido entendida por generaciones – la cultura de Miguel Ángel y Mozart, Shakespeare and Goethe, Dickens y Wagner — está condenada. [Para el traductor, esta cultura simplemente ya no existe. La cultura europea actual es de una enanez increíble, producto del utopismo más ramplón llevado hasta sus extremos más delirantes e incapaz de llegar al talón de esos grandes maestros.]
«En vez de seguir siendo un hogar para los pueblos europeos», escribe, «hemos decidido convertirnos en una ‘utopía’, pero solamente en el significado original en griego de esta palabra: convertirnos en un ‘no lugar'».
No es sorprendente oír que el libro de Murray ha caído mal a los tipos bien pensantes del [periódico británico] The Guardian, cuyo crítico [de libros] lo describió como ‘xenofobia aburguesada’ y una versión ‘ligeramente más pija’ de ‘racismo al desnudo’
Esta semana abrí el libro de Murray con ligero escepticismo y aún pienso que exagera la negatividad apocalíptica.
Aún así, al riesgo de ser acusado por The Guardian de xenofobia – lo que reconozco que me pondría en compañía de montones de personas – creo que ha penetrado nuestra insatisfacción actual más que legiones de académicos progresistas.
Es refrescante ver algo de honestidad sobre la naturaleza sin precedentes históricos de la inmigración europea de los últimos 70 años.
En caso de que se necesite un recordatorio, las cifras de [la inmigración] sólo para Gran Bretaña son simplemente alucinantes.
Entre 1997 y 2010, por ejemplo, el gobierno laborista permitió que un número asombroso de 2.2 millones de personas se establecieran en este país, el equivalente de dos Birminghams [o tres Sevillas].
Bajo David Cameron, los conservadores prometieron reducir la inmigración a decenas de miles. Sin embargo, las últimas cifras muestran que la inmigración anual neta es aproximadamente de 273 mil, es decir, más o menos una ciudad del tamaño de Hull [o Gijón] llega cada año.
Hay que destacar, por cierto, que la inmigración masiva ha sido siempre inmensamente impopular. Cuando escribí una historia de Gran Bretaña en los años sesenta, no pude dejar de notar que, incluso entonces, al menos siete de cada diez personas estaban completamente en contra de ella, como mostró el diluvio de cartas de aprobación que recibió el discurso supuestamente tóxico de Enoch Powell.
Quizás sus admiradores tenían la razón; quizás no la tenían. Pero, sea cual sea tu opinión sobre la inmigración, nunca ha habido un tema en el que la clase política ha ido de forma tan consistente contra los deseos del pueblo británico.
En este punto del argumento, el profesor progresista típico insistiría que Gran Bretaña siempre ha sido una nación de inmigrantes. De todas maneras, todos venimos de algún otro lugar, dicen, todos somos mestizos. Así que, ¿cómo te atreves a cerrar las puertas a unos pocos más?
Pero como muestra Douglas Murray, esto es reescribir descaradamente nuestro pasado. Durante la mayor parte de nuestra historia, no hemos sido nunca una nación de inmigrantes. Incluso el influjo más famoso de nuestra historia, la conquista normanda [de 1066], involucró una transferencia de población diminuta, el equivalente de no más del 5 por ciento.
Por mucho que a la BBC y a otros medios les guste pretender que Gran Bretañña siempre ha sido un ejemplo de diversidad, la verdad pura y dura es que, hasta la mitad del siglo XX, la inmensa mayoría de las personas que vivieron aquí habían nacido aquí. Mira una foto del Londres de los últimos años de la reina Victoria y las caras uniformemente pálidas te devuelven la mirada.
La llegada de los hugonotes franceses en la década de 1680, a menudo citada por los apóstoles de la diversidad, involucró sólo unas 50 mil personas, todos los cuales eran blancos y cristianos.
Y aunque los inmigrantes irlandeses que llegaron en el siglo XIX enfrentaron un buen grado de prejuicio, no eran en absoluto unos completos forasteros, debido a las historias entrelazadas de nuestras islas.
A menudo, los tipos de mentalidad progresista encuentran embarazoso todo esto. O bien intentan reescribir nuestra historia, exagerando incansablemente la presencia de minorías diminutas de africanos o asiáticos, o bien difunden una caricatura de la Gran Bretaña anterior a los años cincuenta como un lugar gris y aburrido que necesitaba desesperadamente una inyección de color inmigrante.
Esto no es sólo un complejo británico. Como escribe Murray, a los progresistas europeos les encanta pintar sus propias sociedades como «lugares ligeramente aburridos o serios». Escriben como si «hubiera un agujero en el corazón de Europa que necesitara ser llenado, pues, si no, seríamos más pobres».
(Por cierto, esto es algo que nunca soñarían decir sobre países como Bhutan o Burkina Faso. Nadie sugiere nunca que lo que necesitan estos países irremediablemente monoraciales es un influjo de inmigrantes occidentales)
Como un ejemplo completamente irrefutable, Murray nos da las opiniones del impecablemente progresista Fredrik Reinfeldt, el primer ministro sueco entre 2006 y 2014, que disfrutó de la dudosa reputación de ser «el David Cameron escandinavo». Era un defensor apasionado de la inmigración masiva. Los suecos, dijo una vez, eran «aburridos», mientras que las fronteras nacionales eran construcciones «ficticias».
Y, en una ilustración perfecta de lo que Murray ve como la crónica auto-flagelación de la élite europea, el señor Reinfeldt incluso declaró que «sólo la barbarie es genuinamente sueca. Todo el desarrollo posterior se ha traído desde fuera».
Esto hubiera dejado atónitos al autor teatral sueco August Strindberg, al director de cine Ingmar Bergman y los miembros de Abba, sin mencionar sus paisanos que inventaron el cinturón de seguridad y el marcapasos.
En cualquier caso, los resultados del utopismo progresista del señor Reinfeldt han sido asombrosos. Con sólo diez millones de personas, Suecia ha aceptado más refugiados por cápita que cualquier otro país. Sólo en 2015, aceptó 180 mil inmigrantes — más que la población de toda Suecia (si quitamos las tres ciudades más importantes).
En meses recientes, ha habido una fuerte polémica sobre la relación entre inmigración y delincuencia en Suecia. Esto es debido sobre todo a los comentarios de Donald Trump sobre «motines» en Suecia, basados en un informe de Fox News, que culpaba al influjo de inmigrantes de los últimos 20 años de un supuesto fracaso de la ley y el orden.
Pero, como sugiere Murray, la historia realmente reveladora es, sin duda, el ascenso del partido de extrema derecha Demócratas Suecos – un partido nacionalista y anti-inmigrante que ha pasado de la nada a liderar las encuestas durante los dos años pasados. ¡Y esto no ha sido en la Alemania de los años treinta, sino en la Suecia del siglo XXI, que aparentemente es una de las sociedades más satisfechas, tolerantes e igualitarias del mundo!
Pienso que sería una pereza imperdonable echar la culpa de esto al supuesto racismo de la plebe, como les encanta hacer a los intelectuales progresistas.
De hecho, casi cada indicador muestra que el anticuado prejuicio venenoso [del racismo] ha muerto prácticamente, no sólo aquí en Gran Bretaña, sino también en la mayoría de Europa Occidental.
Piense lo que piense The Guardian, el mismo Murray no es racista. De hecho, escribe emotivamente sobre el drama de los miles de refugiados que han pagado cada uno hasta 1500 dólares para atravesar el Mediterráneo en peligrosas pateras. Como destaca, cualquier persona decente debería querer ayudarles, no «empujarles de nuevo al mar».
Su propia estrategia sería que los países europeos invirtieran en centros de acogida en el África del Norte y conceder asilo a los refugiados por un periodo limitado de tiempo.
Es imposible decir si esto funcionaría. Pero, ¿realmente podría ser peor que el «gratis-para-todos» de los años pasados?
Pero supongo que su mordaz rechazo de las ingenuas beaterías progresistas tocará la fibra sensible de personas ubicadas en cada rincón de nuestro paisaje político. Por ejemplo, el argumento de que la inmigración mágicamente nos ha hecho una sociedad más tolerante sólo le merece desprecio.
En 2015, una encuesta de actitudes encontró que sólo 16% de la gente de fuera de Londres pensaba que la homosexualidad era inmoral. La cifra en Londres fue del 29%, reflejando la concentración mucho mayor de musulmanes conservadores.
De hecho, este conflicto entre fundamentalismo islámico y tolerancia británica es una historia tristemente familiar, desde las amenazas de muerte al autor Salman Rushdie por su novela «Los versos satánicos» hasta el horrible asesinato del carabinero Lee Rigby por parte de dos conversos al Islam.
Murray debería haber dejado más claro, pienso, que la inmensa mayoría de los musulmanes británicos son ciudadanos decentes, pacíficos y que respetan las leyes. Sin embargo, tiene toda la razón al afirmar que, desde hace demasiado tiempo, nuestras élites políticas y culturales han tenido tanto miedo de ser llamadas racistas que han permitido que los extremistas islámicos se enconen sin control.
Sin embargo, incluso en la actualidad, la élite política europea está desesperada para silenciar a sus críticos. De hecho, dos historias del libro de Murray me dejaron realmente atónito.
La primera es de septiembre de 2015, cuando consta que la canciller alemana Angela Merkel preguntó a Mark Zuckerberg, el fundador de Facebook, qué es lo que estaba haciendo para que la gente dejara de criticar en Facebook su política migratoria de puertas abiertas. «¿Estás trabajando en esto?», ella le preguntó. Y él le dijo que sí.
Mi estupefacción fue doble: que ella se sintiera con el derecho de pedirle que silenciara a sus críticos y que él le dijera dócilmente que lo estaba haciendo.
La segunda historia también viene de Alemania. Un mes después, en la pequeña ciudad de Kassel, estaba planificado que llegaran 800 inmigrantes según el plan de Merkel, así que las autoridades convocaron a una reunión pública.
Pero cuando los residentes empezaron a expresar sus preocupaciones, el presidente del distrito, Walter Lubcke, tomó la palabra. Dijo que lo alemán era admitir a inmigrantes. Cualquiera que no estuviera de acuerdo, añadió, era «libre de dejar Alemania».
Esto es indignante, pienso, no sólo porque es tan arrogante, sino porque es tan contraproducente. Durante los últimos 50 años, la élite política europea ha dicho a la gente que no tenía la razón.
Cuando los votantes se niegan a escuchar, simplemente la élite lo considera una prueba de que necesitan otra dosis de diversidad para romper su resistencia de una vez por todas. Así que el diálogo de sordos continua.
Si esto realmente marca el fin de la civilización europea, como afirma Murray, es algo discutible. Creo que es demasiado pesimista, aunque si viviera en algún lugar como el suburbio de cemento de Saint-Denis, en París, un gueto infestado de crimen con una fuerte proporción de población musulmana del Norte de África , puede que pensara de forma diferente.
Lo que es cierto, sin embargo, es que necesitamos voces cáusticas pero honestas como la de Murray, si alguna vez queremos tener un debate genuino sobre todo esto.
Porque abucheando y silenciando a los Douglas Murray de este mundo, los progresistas bien pensantes sólo están dando más munición a los demagogos de la extrema derecha que se pavonean. No puedo imaginar una estrategia más estúpida y peligrosa. Al fin y al cabo, ya hemos visto esta historia antes. Todos sabemos cómo termina.