Sacado de «El poder de los sin poder», de Václav Havel (1978), se situa en la sociedad comunista de Europa del Este.
El director de la tienda de verduras ha puesto en el escaparate, entre las cebollas y zanahorias, el eslogan: «¡Proletarios de todo el mundo, uníos!».
¿Por qué lo ha hecho? ¿Qué quería decir al mundo? ¿Está realmente inflamado con la idea de la unión de los proletarios de todo el mundo? ¿Este fervor es tan encendido que siente la necesidad irrefrenable de comunicar a la opinión pública su ideal? ¿Ha reflexionado, al menos por un instante, sobre cómo debiera hacerse esta unión y sobre el significado que tendría?
Yo creo que se puede suponer que la gran mayoría de los tenderos de verduras no reflexionan especialmente sobre el texto de los eslóganes expuestos en sus escaparates y mucho menos que con ellos quieran manifestar algo de su visión del mundo.
Es la administración la que entrega a nuestro tendero el eslogan, junto con las cebollas y las zanahorias, y él lo pone en el escaparate porque así lo hace desde hace años, porque lo hacen todos y porque así tiene que ser. Si no lo hiciera podría tener un disgusto; podrían acusarle de no poner el «adorno», incluso alguien podría acusarle de falta de lealtad. Lo ha hecho porque este gesto entra en la norma de salir adelante; porque es una de las mil «naderías» que le aseguran una vida relativamente tranquila «en consonancia con la sociedad».[…]
Como puede observarse, el contenido semántico del eslogan mostrado en el escaparate es algo indiferente para el tendero y si lo pone en el escaparate no lo hace en realidad porque arda en deseos de dar a conocer su pensamiento a la opinión pública.
Esto no significa que su gesto no tenga ninguna motivación y ningún significado y con este eslogan no diga nada a nadie. Este eslogan tiene la función de un signo y como tal transmite un mensaje preciso aunque secreto. A la letra sonaría así: «yo, tendero de verduras X.Y. estoy aquí y sé lo que tengo que hacer; mi comportamiento es el esperado; soy de fiar y no se me puede reprochar nada; obedezco y, por tanto, tengo derecho a una vida tranquila». Naturalmente, este mensaje tiene su destinatario; se dirige a «la cúpula», a los superiores de los tenderos de verduras; y al mismo tiempo es el escudo con el que el tendero se defiende de posibles delatores.
El eslogan, pues, en su verdadero significado, se inscribe directamente en la existencia del tendero; es el espejo de lo que le interesa en el vida. Pero ¿en que consiste este interés?
Veamos. Si se le mandara al tendero exponer el eslogan: «Tengo miedo y por eso obedezco sin rechistar», él no sería tan remiso respecto al contenido semántico del mensaje, aunque ahora coincidiría perfectamente con el significado secreto del eslogan. Es probable que el tendero rechazara exponer en su escaparate una indicación tan explícita de su humillación, no le agradaría, se avergonzaría. Es un hombre y tiene, por tanto, que vérselas con la dignidad del hombre.
Para superar esta complicación, su profesión de lealtad ha de tomar la forma de un signo que, al menos en la apariencia del texto, remita a los términos más elevados de una profesión desinteresada. Al tendero se le tiene que dar la posibilidad de decir: «¿Por qué, después de todo, no podrían unirse
los proletarios de todo el mundo?».
El signo, pues, sirve para ocultar al hombre los fundamentos «ínfimos» de su obediencia y, en consecuencia, los fundamentos «ínfimos» del poder. Detrás de él está la fachada de algo «elevado».
Esto «elevado» es la ideología.
La ideología como modo aparente de relacionarse con el mundo, que da al individuo la ilusión de ser una persona con una identidad digna y moral y así le hace más fácil no serlo; la ideología como imitación de algo «metapersonal» y «desinteresado» que le permite engañar la propia conciencia y enmascarar ante el mundo y ante sí mismo su condición real y su humillante «modus vivendi» […]
El individuo no está obligado a creer todas estas mistificaciones, pero ha de comportarse como si las creyese o, por lo menos, tiene que soportarlas en silencio o comportarse bien con los que se basan en ellas.
Por tanto, está obligado a vivir en la mentira.
No tiene que aceptar la mentira. Basta que haya aceptado la vida con ella y en ella. Ya con esto ratifica el sistema, lo consolida, lo hace, lo es.
Theodore Dalrymple lo dijo con otras palabras
«En mi estudio de las sociedades comunistas, llegué a la conclusión que el propósito de la propaganda comunista no era persuadir o convencer, no informar, sino humillar. Cuando se fuerza a las personas a quedarse calladas mientras se les dicen las mentiras más obvias, (o incluso peor, cuando se les fuerza a que ellas mismos repitan esas mentiras) pierden de una vez para siempre todo su sentido de integridad. Asentir a mentiras obvias es…de forma reducida convertirse en malvado uno mismo. Por lo tanto, se erosiona e incluso se destruye la habilidad de uno para resistir algo. Una sociedad de mentirosos castrados es fácil de controlar. Pienso que, si examinas la corrección política, tiene el mismo efecto y objetivo.»
Theodore Dalrymple