Con los años,
uno se hace menos inconsciente.
Con los golpes de la vida,
uno se hace menos arrogante.
Con los fracasos y frustraciones,
uno se hace menos seguro.
Y así, con el paso del tiempo,
uno se da cuenta de que,
a veces uno también es el malo
a veces uno también es el que daña,
a veces uno da más golpes de los que recibe
y abusa de los demás
y lastima a los demás
y causa heridas que tardan en sanar
o que no sanan nunca.
Lejos quedan aquellos días,
en que uno acusaba indignado al mundo
desde su pedestal de arrogancia y superioridad moral.
Hoy uno sabe que también ha sido injusto
y ha hecho cosas cuestionables,
y ha merecido que lo señalen y lo reprueben.
Uno no es una eterna víctima
sino que ha hecho víctimas a otros
y hay quien piensa en uno con rencor
y hay quien a uno lo ha perdonado,
aunque uno no lo haya merecido.
Uno ha sido, a veces,
la suciedad que mancha la nieve blanca,
el trueno que rompe el silencio de la mañana,
el conflicto que acaba con la armonía del grupo,
el orgullo que se cree que puede dar lecciones a los otros
aunque nadie quiera recibir lecciones
o aunque uno sea el menos indicado para darlas.
Al final de este largo camino,
uno sólo espera ser perdonado, aunque no lo merezca,
por Aquel que es compasivo y clemente,
lento para la ira y grande en misericordia,
porque uno se sabe poca cosa,
uno sabe que solo no puede,
y que necesita ayuda
y los delirios de grandeza de la adolescencia
quedaron muy atrás en el olvido.