Sacado de «Claudio, el dios, y su esposa Mesalina», Robert Graves
—Vitelio, en una época mejor habrías sido uno de los hombres más virtuosos. ¿Cómo fue, entonces, que tu recta naturaleza adquirió esa especie de joroba permanente, por hacer continuamente el cortesano?
—Era inevitable bajo una monarquía —respondió—, por benévolo que fuese el monarca. Las antiguas virtudes desaparecen. La independencia y la franqueza ya casi no existen; la complaciente anticipación de los deseos del monarca es entonces la mayor de las virtudes. O bien hay que ser un buen monarca como tú, o un buen cortesano como yo… O un emperador o un idiota.
—¿Quieres decir que la gente que sigue siendo virtuosa como en los tiempos antiguos debe sucumbir inevitablemente en tiempos como estos ? —le pregunté.
—El perro de Femón tenía razón. —Eso fue lo último que dijo, antes de caer en coma, del cual jamás se recuperó.
No pude sentirme tranquilo hasta que busqué la referencia en la biblioteca.
Parece que Femón el filósofo tenía un perrito a quien adiestraba para ir a la carnicería todos los días y traer un trozo de carne en una cesta. Esta virtuosa criatura, que jamás se atrevía a tocar la carne hasta que Femón le daba permiso, fue atacada un día por una jauría de perros mestizos, que le quitaron la cesta de la boca y comenzaron a destrozar la carne y a devorarla. Femón, que contemplaba la escena desde una ventana vio que el perro meditaba un instante. Era indudable que no podía rescatar la carne; los otros perros lo habrían matado. De modo que se metió entre ellos y comió tanta carne como pudo. En rigor, comió casi más que los otros perros, porque era más valiente y listo.