Sacado de “Archipiélago Gulag” de Alexander Solzhenistyn.
En la región de Moscú, se celebraba la Conferencia del Partido Comunista de un distrito. La presidió el nuevo Secretario del Comité del Partido en el distrito, que sustituía a uno que acababan de encarcelar. Durante la clausura de la conferencia, se solicitó un homenaje al camarada Stalin. Naturalmente, todos se pusieron de pie (de la misma manera que, durante la conferencia, todos habían saltado de su asiento cada vez que se mencionaba el nombre de Stalin).
En la pequeña sala estallaron «aplausos torrenciales, que crecían hasta llegar a una ovación». Tres minutos, cuatro minutos, cinco minutos después, “los aplausos torrenciales que crecían hasta llegar a una ovación” continuaban. Pero ya dolían las palmas de las manos y los brazos en alto ya se habían dormido. Y los más viejos ya jadeaban de agotamiento. Aquello se había vuelto una estupidez insoportable, incluso para los que adoraban sinceramente a Stalin. Sin embargo, ¿quién se atrevería a ser el primero en dejar de aplaudir? El Secretario del Comité del Partido podría haberlo hecho. Él estaba en pie sobre la tribuna y era él quien había solicitado la ovación. Pero era nuevo. Había tomado el lugar de aquel que acababan de encarcelar ¡Estaba asustado! Al fin y al cabo, hombres de la KGB estaban de pie aplaudiendo y mirando quien era el primero en abandonar.
Y en aquella sala pequeña e ignorada, sin que el Gran Líder lo supiera, los aplausos continuaron. ¡Seis, siete, ocho minutos! ¡Eran hombres muertos! ¡Estaban perdidos! ¡Ya no podrían parar hasta derrumbarse con un ataque al corazón! En el fondo de la sala, que estaba abarrotado, aún se podía hacer algo de trampa, aplaudir con menos frecuencia, sin tanta fuerza, sin tanta furia – pero, ¿en la tribuna, a la vista de todos? El director de la fábrica local de papel, un hombre independiente y decidido, estaba de pie en la tribuna. Era consciente de toda la falsedad y la imposibilidad de la situación, pero seguía aplaudiendo. ¡Nueve minutos! ¡Diez! Angustiado, lanzó una mirada al Secretario del Comité del Partido, pero éste no se atrevía a parar. ¡Era la locura! ¡Hasta la muerte!
Con cara de entusiasmo fingido, mirándose de reojo, con una remota esperanza, los dirigentes del distrito aplaudirían más y más hasta que cayeran al suelo, ¡hasta que los sacaran de la sala en camilla! E incluso los que quedaran no flaquearían…Entonces, después de once minutos, el director de la fábrica de papel, puso cara formal y se sentó en su silla. ¡Y se produjo el milagro! ¿Qué se hizo de aquel entusiasmo general, incontenible, inenarrable? Todos a una dejaron de aplaudir y se sentaron. ¡Estaban salvados! La ardilla se las había ingeniado para salir de la rueda que giraba …
Sin embargo, así fue como descubrieron quienes eran los hombres independientes. Y así fue como consiguieron eliminarlos. Aquella misma noche, el director de la fábrica de papel fue arrestado. Con una facilidad extraordinaria le echaron diez años, alegando un motivo totalmente distinto. Pero, nada más acabó de firmar el formulario 206, el documento final del interrogatorio, el interrogador le recordó:
“Nunca sea el primero en dejar de aplaudir”.