Jean-Raspail-«El-Campamento-de-los-Santos»-El-Desembarco-del-Islam
[El periodista preguntó al ministro:] «¿Tomará medidas el gobierno francés para […] atenuar sufrimientos que rayan lo intolerable?» Nada era tolerable ya para Occidente, tenía que meterse eso en la cabeza, a golpes de neurosis provocadas. Si moría de miseria, entre millones de humanos, un solo indio de los Andes, un negro del Chad o un pakistaní, ciudadanos de naciones libres, responsables y orgullosos de serlo, Occidente creía un deber suyo extasiarse de arrepentimiento. Quienes lo agitaban lo conocían bien. No le pedían siquiera que se sacudiera la cartera de una buena vez y adoptara a los cuatro quintos del Globo que flotaban vagamente a remolque suyo. Apuntaban a la cabeza, nada más, a los lóbulos lejanos de donde el remordimiento, la autoacusación y el asco de sí mismo, exasperados por mil pinchazos, acababan por escaparse y extenderse a través de un cuerpo sano súbitamente aquejado de leucemia. ¡Era intolerable!… ¡Evidentemente! ¡Era intolerable! ¡Vaya pregunta!
en nombre de la libertad de
prensa imprime usted cualquier porquería e intoxica a un millón de imbéciles.
Porque, en nombre de la libertad de prensa, puedesocavar tranquilamente los
cimientos de la nación, bajo la careta cómoda de la sátira. Ahora bien, el pueblo,
aun en el punto donde ha caído, todavía no está completamente obcecado y usted
necesita, para ser creído y apreciado, algo que parezca una oposición. Por el
momento, mientras usted y sus cómplices no hayan ganado definitivamente la
partida, yo les sigo siendo indispensable. Soy su coartada. Sin mí y algunos
supervivientes más, en las mismas difíciles circunstancias, ya no habría libertad deprensa porque ya no habría divergencia de opiniones. Llegado el momento, eso nole estorbará, pero deberá esperar aún un poco.
¡Vayamos ahora a los hechos! En este momento, a unas cien millas de nuestro litoral o, para ser más exactos, según los últimos partes, en la latitud de Durban, progresa hacia El Cabo una flota invasora procedente del Tercer Mundo. Sus armas son la endeblez, la miseria, la conmiseración que inspira y el valor de su simbolismo ante la opinión universal. Ese símbolo significa el desquite. Y nosotros, los afrikanders, nos preguntamos sin comprenderlo qué masoquismo anima al mundo blanco hasta el punto de desear ese desquite contra sí mismo. Aunque mejor sería decir que lo comprendemos demasiado bien. De resultas, rechazamos dicho símbolo con tanta más energía cuanto que se trata precisamente de eso. ¡Ni un solo inmigrante del Ganges, cualesquiera que sean sus motivos, entrará vivo en el territorio de la República
Sudafricana! Ahora pueden hacer preguntas.
E: —¿Debemos entender, señor Presidente, que no vacilará en abrir fuego
contra mujeres y niños indefensos?
R.: —Me esperaba tal pregunta. Evidentemente, dispararemos sin vacilar. En
esta guerra racial desencadenada al nivel de las ideas, la «no violencia» es el arma de las turbas. Y la violencia, la de las minorías asediadas. Nosotros nos
defenderemos. Seremos violentos.
esto signifique una forma moderna de hacer la guerra cuando el enemigo ataca sin armas, protegiéndose con su miseria.
Las naciones de Occidente creen poseer ejércitos poderosos cuando, en realidad, no tienen ya Ejército. Desde hace años se viene inculcando con todos los medios a nuestros pueblos el carácter deshonroso de sus respectivos ejércitos. Por ejemplo, se han filmado películas destinadas a millones de espectadores, en las que se exponen matanzas de indios, árabes o negros, carnicerías olvidadas hace cien años y exhumadas para servir a la conspiración. Se ha dado una interpretación equívoca a las guerras de supervivencia —aunque todas hayan sido perdidas por Occidente—, se las ha hecho pasar por tentativas bárbaras para imponer la hegemonía blanca. Y como ya no quedan suficientes militares vivos con quienes desahogar ese odio, se ha recurrido a los guerreros fantasmales del pretérito, personajes incontables, multiplicables hasta el infinito e incapaces de protestar, muertos, mudos y abandonados, expuestos sin riesgo al desprecio público. No hablemos de la literatura, las obras teatrales y los oratorios destinados a un público intelectual limitado. Refirámonos más bien a los medios informativos, el escandaloso falseamiento de un instrumento creado para la comunicación de masas, manipulado por quienes, a socapa de la libertad, practican el terrorismo intelectivo. No obstante las advertencias formuladas por los supervivientes de la lucidez, nos hemos entregado a un masoquismo frenético y desorbitado, corriendo en pos de aventuras alucinantes y, a fuerza de querer admitir todo cuanto se nos imputa, hemos terminado aceptando el disparatado riesgo de afrontar también todo al mismo tiempo… y solos. ¡Acuérdese, señor presidente! Mediante operaciones de desmoralización nacional y disolución cívica, concebidas con sabiduría y escenificadas diabólicamente, se ha logrado que el fin de las guerras coloniales — incluyendo Vietnam— sea tan sólo el comienzo. Es algo irreversible. En lo sucesivo, el pueblo llano se espantará de un Ejército al que le han endosado demasiados genocidios. Respecto a la policía, su destino quedó sellado cuando el tiempo de Guignol, y uno se pregunta estupefacto cómo ha podido resistir tanto sin sentir aborrecimiento de sí misma. Ahora ya es un hecho. Y el Ejército ha seguido la pauta. Sea voluntario o no, profesional o no, se horroriza de su propia imagen. Así, pues, señor presidente, no cuente con el Ejército para un nuevo genocidio.
—¿Para qué, entonces?
—Para nada, señor presidente. Se ha perdido la partida.
—Sin embargo, habrá genocidio, otra modalidad, y seremos nosotros quienes desapareceremos.
Pero ello implica, evidentemente, una condición exclusiva: el matar con remordimientos o sin ellos a un millón de infelices. En las guerras precedentes se generalizaron estos crímenes, pero las conciencias de aquellas épocas no habían aprendido todavía a dudar. Entonces la supervivencia justificaba la matanza. Por lo pronto, aquellas guerras se libraban entre grupos opulentos. Hoy, si cometemos el mismo crimen cuando nos ataquen gentes pobres, cuya única arma es la pobreza, sabed que nadie nos absolverá y que, una vez
preservada nuestra integridad, quedaremos marcados para la eternidad. Eso lo saben muy bien las fuerzas ocultas empeñadas en destruir nuestra sociedad occidental que se aprestan a seguir la estela del invasor escudándose con el cómodo broquel de nuestras inquietas conciencias.
Durante su larga carrera, el Ministro había presenciado demasiadas abjuraciones, había sido testigo de demasiadas derrotas presentadas a los pueblos como otras tantas victorias, de renunciamientos sublimes
o resurrecciones, todo ello sustentado con grandiosos himnos cuyo diluvio verbal
bastaba para lavar la deshonra.
Las ratas no soltarán el queso «Occidente» hasta devorarlo por entero, y como es una pieza grasa de respetable tamaño, eso tardará lo suyo. Ellos están todavía en plena faena. Pero las ratas más hábiles se han reservado los mejores bocados, consecuencia inevitable de toda revolución
Mientras escribimos estas líneas nos viene a la memoria una antigua
ley americana de 1970, madre de todas las leyes antirracistas, denominada «ley
sobre intercambio escolar». Como blancos y negros habitaban por aquella época,
en Estados Unidos, en barrios «unirraciales» bastante distanciados entre sí, se ideó en nombre de la integración transportar cada día niños blancos a las escuelas negras y una partida equivalente de niños negros a las escuelas blancas. Eso se llamaba busing, de bus o autobús. Eran muy numerosos los escolares que recorrían cada día cien kilómetros mientras otros tantos hacían exactamente el mismo camino en dirección contraria. Hubo protestas. Se alegó el cansancio inútil, lo costoso que resultaba, la libertad de elección, todo cuanto se pueda imaginar, pero jamás se mencionó el racismo. Era ya demasiado tarde y el vocablo causaba repugnancia. Así, pues, el busing triunfó y hoy día se celebra el busing-day en el mundo entero..
el Tercer Mundo se había propuesto no deber nada a nadie, ni atenuar la significación radical de su victoria compartiéndola con los tránsfugas. Agradecerles sus esfuerzos o siquiera reconocerlos era otra forma de perpetuar la sujeción