Cristina Losada.
[Tomado de aquí]
La autodeterminación de género, facilitada por la nueva ley del Gobierno, abre un abanico de posibilidades. Quede claro que, desde aquí se estará siempre a favor de que cada persona se identifique con la identidad que quiera tener, o con las identidades que vaya teniendo. Nada en contra, por tanto, de la autodeterminación de la identidad por parte del individuo, posibilidad que, en principio, está al alcance de cualquiera en un país libre. La cuestión que plantea la ley, sin embargo, es otra. De lo que se trata, si hacemos abstracción del caso que regula, es de que la identidad que uno reconoce como suya, frente a otra que se le asignó oficialmente, obtenga el sello de reconocimiento del Estado. La ley posibilita resolver esa incongruencia en relación al género, pero ¿por qué dejarlo ahí?
Por qué dejarlo ahí cuando puede haber – y hay – más incongruencias entre la identidad oficial y la que uno siente como propia. Máxime si esa falta de coincidencia provoca sufrimiento o reduce las oportunidades o favorece, por ejemplo, la discriminación. Naturalmente, no son comparables el sufrimiento y la discriminación de los trans con los de otras personas que perciben disparidad entre su identidad sentida y su identidad oficial. Cada sufrimiento es un mundo. Pero de una ley que permite cambiar del sexo asignado al nacer con una declaración ante un funcionario se desprende un principio importante: la plasmación oficial de la identidad no debe estar determinada por ciertos hechos biológicos. Siendo así, tampoco debería estar determinada por un hecho biológico como la edad. Habría que dejarla al libre albedrío.
Pongamos la vida real. Muchas personas, al llegar a una edad, se encuentran con que no pueden encontrar empleo, debido a su edad, precisamente. Se sienten en plena forma, tienen experiencia y todo lo demás, pero a la vista de su fecha de nacimiento, nada, que no los quieren. O, al revés, aunque esto es mucho menos frecuente. Y qué decir de los estereotipos asociados a la edad: por qué hay que soportarlos, padecerlos o amoldarse a ellos. Ya que lo fundamental es sentirse, si uno siente que su identidad en términos de edad no es la que corresponde a su edad oficial, ¿por qué no arreglar esa incongruencia? Circula un nuevo y horrendo término, edadismo, para referirse a la discriminación por razón de edad, que indudablemente existe. Cierto que no va a desaparecer así como así, pero un avance, y fácil, sería eliminar la fecha de nacimiento del DNI. O el propio DNI, ya puestos.
Hace un par de años, un ciudadano holandés, Emile Ratelband, presentó una demanda para cambiar su edad de 69 a 49 años. Se sentía discriminado, y tanto a la hora de encontrar empleo como de comprar una casa o de buscar pareja. «Vivimos en una época en la que puedes cambiar de nombre y cambiar de género. ¿Por qué no puedo decidir yo mi propia edad?», alegó. Estaba dispuesto a renunciar a su pensión de jubilación con tal de que su edad oficial concordara con la que él sentía que tenía, pero no lo consiguió. El tribunal reconoció que la edad es parte de la identidad de una persona -un primer paso-, pero concluyó que el cambio de edad provocaría demasiadas complicaciones. ¿Y el cambio de nombre o de género, no? Además, qué importan las complicaciones cuando se trata de la autodeterminación de la identidad. Luchemos por el reconocimiento oficial de la identidad autodeterminada. En todo y para todos.